De cómo una lágrima se transformó en pelota de fútbol
De Aldo Boetto
Leonardo se pasaba casi todo el día llorando. Y cuando lloraba, formaba grandes lagunas a su alrededor y por eso siempre tenía la ropa empapada.
¿Qué te pasa hijito? -le preguntaban sus padres, preocupados.
Estoy aburrido...No sé con qué jugar...-respondía Leo.
Un día, pasó un viejito de pelos largos y barba blanca hasta las rodillas, se sentó junto a Leo y le preguntó:
Estás aburrido, ¿no es cierto?
- Sí...mucho. -respondió Leo que todavía no había empezado a llorar.
- Deberías buscar algún juguete que te guste...-dijo el viejito.
- Eso es fácil decirlo, ¿pero dónde lo voy a encontrar? -contestó Leo.
- Ya que tenés tantas lágrimas, podrías aprovecharlas para algo...
- ¿Y qué se puede hacer con lágrimas? -preguntó Leo con mucho interés.
- ¡Ah! Ese es tu problema, yo no lo puedo resolver. Pero estoy seguro que algo se te va a ocurrir.
El viejito se levantó y se fue a sentar debajo de un gran árbol.
- ¿Qué puedo hacer con una lágrima? ¡Nada! -dijo Leo hablando solo-
Si por lo menos pudiera juntar un millón, a lo mejor podría inventar algo.
Leo se puso triste y sintió más ganas que nunca de llorar. Se le hizo un nudo en la garganta y una lágrima blanca empezó a brotar de su ojo. Se quedó inmóvil mientras veía que la gota de agua crecía y crecía. Cuando la gota cayó al piso, adquirió color marrón porque se le pegó la tierra. Leo la tocó con un pie y sentió un poco de miedo porque no sabía qué era. Cuando salió rodando entre las piedras parecía estar alegre de que él la tocara. Luego, la pateó una y otra vez.
- ¡Es el millón de lágrimas que yo quería!- gritó varias veces Leo.
Estaba tan contento que empezó a jugar con los pies y de vez en cuando la agarraba con las manos para hacerla volar por el aire. Pronto se dio cuenta que le gustaba más jugar con sus pies, que con sus manos. Los papás, extrañados, se asomaron por una ventana. Y algunos vecinos también, porque no podían creer lo que escuchaban: la risa de Leo resonaba en todo el pueblo. Nadie miró al hombrecito de pelos y barba blanca que se alejó por el mismo camino que había llegado.
Fin
Anécdotas Históricas (no te me pongas gagá)
Recuerdo un lugar llamado Don Torcuato en los '70...
Ahí se podía respirar aire puro (si no pasabas cerca de las vacas, claro), se podía caminar por la calle (esquivando la bosta de caballo no había problema), se podía andar en bicicleta por cualquier lado (menos por las calles embarradas con pozos gigantescos) hacíamos turismo interno y RR HH (para hablar por teléfono había que molestar al vecino agraciado con la línea telefónica o caminar hasta la Mutualista o hasta La Farga, en Balbastro y la Ruta 202).
Eran otras épocas, nos saludábamos entre todos (por lo menos le conocíamos la cara a los chorros, que no robaban en su propio barrio).
No necesitábamos la televisión ni ninguna clase de tecnología para entretenernos. Como causa o consecuencia, había muchas familias numerosas. Los chicos tenían otros chicos con quiénes jugar, y los grandes… dormían la siesta. Los baldíos eran potreros donde la sangre adolescente hacía de las suyas. Las casas de familia funcionaban como punto de encuentro nocturno con los ya extinguidos asaltos, hoy en día esas reuniones llevan otro nombre y son de otra característica.
Asalto, lamentablemente, hoy significa otra cosa.
La seguimos en la próxima antes de que se me piante un lagrimón.
Marcela Zaleski
La "Chupina" Real
Algún cordobés que ande suelto por ahí sabrá de lo que estoy hablando, o alguno que por lo menos haya vivido un tiempo en Córdoba recordará que es lo que se denomina una “chupina” en la tierra que alguna vez pisó Don Jerónimo Luis de Cabrera. En algunos lugares se denomina “la rata”, el hecho de escaparse del colegio.
En mi caso, hice el secundario en el colegio que había sido rebautizado por nosotros como “Jerónimo”, o “Jero”, por llevar el mismo nombre del fundador de Córdoba. Entre mis compañeros de aquel entonces figuraban muchos de los que después han llegado a tener una destacada vida en cada una de sus profesiones. El que logró más líneas escritas por la prensa fue uno que llegó a ser Ministro de Economía y no lo echaron como a la mayoría, se fue junto con el Presidente cuando hubo un cambio de gobierno en democrática elección.
Pero lo de la “chupina” es otra cosa. Era la adrenalina que nos movía en los momentos que decidíamos escaparnos de alguna hora de clase, o directamente desaparecer toda la mañana del colegio. Faltar, faltaba cualquiera. Luego tenía que justificar la falta, como correspondía. La “chupina” consistía, y debe seguir consistiendo, en conseguir el “presente” y luego desaparecer elegantemente en determinados momentos, y pasar desapercibido. Era, y seguro debe seguir siéndolo, un arte. En cuarto año, tres compañeros venidos desde el interior a terminar su secundario, porque en sus pueblos solo había ciclo básico hasta tercer año, quisieron emularnos por su cuenta y fueron a parar a una comisaría de donde lo tuvieron que retirar sus familiares y fueron noticia, todo por no haber querido consultar a los expertos.
Como será que, en mi caso, a ninguno de mis cuatro hijos le oculté que yo había sido uno de los más “chupineros” de mi promoción, e incluso los insté a que llegaran a hacer lo mismo, aclarándoles que yo había cumplido con el secundario en el tiempo reglamentario, me había tocado rendir algunas materias pero terminé con el promedio de notas requerido, sin llevarme ninguna a rendir en el final de la carrera, sin ninguna amonestación en los cinco años del secundario y nunca tuvo que ir nadie de mi casa a escuchar algún sermón de ningún directivo, o celador del colegio por haber sido sorprendido en alguna anormalidad. Y así como yo, la mayoría de mis compañeros de aventuras. Los míos fueron unos chicos ejemplares, o todavía no me enteré de lo que hicieron.
Recién se iniciaba la década del sesenta. Era “otro país”. Existían peligros en la calle tanto o más que ahora, pero, si bien la droga existía y había algunos adeptos, en realidad tuvimos mucha suerte de que nunca nos haya pasado nada importante o grave, razón por la cual hoy no me animaría a alentar, como lo hice oportunamente, a algún hijo o nieto a que se expusiera a tantos riesgos como son los que hay en la actualidad.
Recuerdo que salíamos por una ventana que daba a una obra en construcción en donde los obreros nos miraban como bichos raros cuando nos descolgábamos del segundo piso, pasábamos entre tablones y andamios, y ganábamos la calle.
A veces el regreso se complicaba porque había que esperar el momento justo en que los albañiles comían su habitual asadito y se distraían un poco, porque de ellos también nos teníamos que cuidar para que no nos denunciaran.
Así…las excusas eran que...pensábamos estudiar ingeniería o arquitectura y queríamos ver la obra, o en una casa de música, en donde íbamos a escuchar los últimos éxitos en alguna cabina dispuesta a tal efecto, comentábamos que teníamos que preparar un trabajo musical y necesitábamos escuchar varios temas alegóricos, o en el Parque Las Heras, cuando íbamos y nos sacábamos fotos en las hamacas, o en la glorieta, siempre era para un trabajo escolar y lo decíamos con la mejor cara de piedra. Teníamos un compañero que siempre estaba dispuesto a pagar un taxi, porque sus fondos se lo permitían, y nos íbamos a Saldán en taxi a verificar si aún estaba allí el nogal histórico de San Martín.
Un día hasta hubo que tomar dos taxis porque éramos diez y no cabíamos en uno solo. Cuando llegamos a Saldán a alguien se le ocurrió que podríamos visitar una embotelladora famosa de agua mineral que existía en dicha localidad. Manos a la obra, dijimos todos. Un compañero, cuyos padres tenían una ferretería, conocía de soda cáustica y muchos elementos que se vendían allí, otro, que después fue, y es, un gran artista plástico, reconocido nacional e internacionalmente, que llevaba siempre una carpeta con hojas en blanco y dibujos de sus trabajos realizados fuera del colegio, se puso a dibujar la planta embotelladora con nosotros alrededor suyo “dándole instrucciones”, hasta que llamamos la atención del guardia que, primeramente, vino a corrernos para que dejáramos de molestar en la entrada en donde estábamos, detrás del alambrado. Le explicamos que éramos de una escuela industrial que teníamos que realizar un trabajo relativo a las aguas minerales y a la utilización de las mismas por el ser humano gracias a las empresas como la que habíamos decidido visitar.
De repente desapareció de escena y, al rato, cuando ya estábamos pensando en “rajar” pensando que había llamado a la policía, nos hizo señas para que pasáramos al interior de la planta. ¡No lo podíamos creer! Nos habían preparado una mesa con sándwiches de miga, botellitas de agua mineral y otros elementos que no recuerdo, y nos hicimos una picada matinal inolvidable. Por supuesto que al estar el personal técnico presente en la recepción tuvimos que desplegar nuestras habilidades para mantener la formalidad de tan “ilustre visita” a una planta industrial y de eso se encargaba nuestro compañero que conocía de materiales de limpieza y hablaba los términos exactos cuando se refería a la forma en que limpiaban las botellas que venían de recambio.
Por eso lo de “la chupina real”, realmente ese día fue la culminación de las "chupinas", una obra de ingeniería. Por lo menos nos ilustró, al contrario de cuando perdíamos el tiempo jugando al “metegol” en un escondido boliche del Barrio Alto Alberdi denominado como lo de “Don Allende”.
José Luis Gaudiano
Oí el ruido de rotas cadenas
A pesar de ser un producto de ciudad, por esas cosas de la vida desde los 7 años hasta los diez era parte del staff de un tambo que tercereaba un tío mío hermano mayor de mi madre, a la salida del pueblo de Francisco Álvarez por la vieja ruta 7 y en el limite con el partido de General Rodríguez.
Mis padres se habían separado y yo había quedado al cuidado de mi tío y su familia. Ahora en el 2008, que todos estamos más al tanto de las cosas del campo debido a más de 120 días de cortes de rutas por parte de sus dueños, podrán comprobar que siempre hubo "negreros" que explotaban, y explotan, a la gente que necesita trabajar para vivir.
Corrían los años 1953, 54 y 55 y el trabajo del campo todavía era muy sacrificado. Hoy seguro que lo es también, pero dudo que haya chicos que trabajen como lo hacía yo, con gusto, con las orejas cortadas por el frío, con el dedo gordo del pie asomando de las alpargatas, o con algunas botas prestadas llenas de papel y trapos para que mi pie no bailara en ellas. Ah, y con pantalones cortitos porque antes los chicos hasta los 14 años por lo menos, no usábamos pantalones largos. Por ahí ligábamos alguna bombacha bataraza pero tampoco era para usar en las tareas de campo.
Mi tío tenía dos hijas y por eso, rodeado de mujeres, estaba muy contento con la presencia en "su" campo de semejante "machito" como me decía él casi hasta que murió y yo ya era un hombre grande.
De cualquier manera el trato hacia mi persona era rudo. La cosa era así allí y en cualquier campo de los que conocí a la redonda. El hombre debía ser hombre desde chiquito y había que aguantárselas. Una de mis primas se suele enojar conmigo cuando cuento que yo hacía las veces de "boyero" y aunque ella se enoje esas eran mis tareas, las de boyerear.
No me siento un héroe por eso porque todos los chicos que conocía hacían lo mismo. Yo llevaba las vacas a pastorear en terrenos ajenos en donde había crecido algo de pasto, al costado de la ruta siete, y como no había alambrados tenía que estar muy atento a que ninguna vaca cruzara la ruta.
Pero lo que quiero contar es otra cosa, aunque vale la introducción.
Me sentía el más bravo de los bravos dado que había tenido que enfrentar a perros, a toros que se me venían encima, a caballos mañeros y hasta a algún mísero lagarto que luchaba por entrar a su cueva y me dejaba con la cola entre las manos.
Pero esa bravura un día hizo agua.
Una madrugada mi tío se animó a pedirme que fuera a buscar los terneros a un campito que estaba por ahí cerca, antes de encarar mis tareas habituales de sacar agua del pozo para meter en el piletón en donde se enfriaban los tarros de leche y ¿cómo no iba a ir? si era una orden.
Apenas me alejé un poco del corral ya no veía ni la luz del farol denominado "sol de noche" pero el caballo, acostumbrado a esos trances, casi que hacía sólo la tarea.
Pero... de repente, el caballo se asustó y mañereaba para avanzar.
Con unos buenos rebencazos lo hice cambiar de idea y seguí acercándome al tun tun entre la espesa niebla invernal al lugar en donde debían estar los terneros esperando que los vengan a buscar para llevarlos a que le dieran el primer chupón a las tetas de su madre, y ahí fue cuando sentí el ruido de cadenas que eran arrastradas por alguien. ¡Mamita mía! ¡patitas para qué te quiero!
Se terminó el machito, a la mierda el gaucho matrero que estaba seguro llevaba adentro de mi cuerpo, taloneé al caballo y a los rebencazos lo hice galopar para el lado del corral.
Ahí estaba mi tío molesto por mi demora y al preguntarme por los terneros le mentí que no estaban en todo el campo y eso que lo había recorrido todo.
Ya le iba a contar que me asusté por el ruido de cadenas que me recordaban las historias que se contaban en las cocinas por las noches, acerca de aparecidos, fantasmas, y luces malas. ¡Minga de contarle la verdad!
Se puso furioso y personalmente salió al galope a buscar los terneros que estaban demorando la extracción de la leche y al ratito estaba de vuelta con todos ellos.
Yo miraba de reojo para pasar desapercibido y de repente, mientras estaba sacando agua del pozo pasó al lado mío muy elegantemente un ternero arrastrando una cadena.
Yo me había olvidado de él.
Era el que siempre dejábamos atado a la noche para que no se escapara porque tenía esa maña y se nos perdía, y el mocito había logrado romper su atadura y me hizo pegar un flor de julepe.
Por eso digo, oí el ruido, y no oid el ruido de rotas cadenas.
Desde Córdoba, recuerdo con cariño el paso por el oeste bonaerense y los saludo muy bravamente, je.
José Luis Gaudiano